El anciano que tejía
Los pobladores se extrañaron por la presencia de ese forastero, de largo pelo blanco y la gran barba que caía por debajo de la cintura. Delgado, parecía más alto de lo que realmente era. Caminaba lentamente como luchando contra la geografía. Se ayudaba de un bastón de macana. Su cara no delataba su origen. Las facciones alguna vez finas ahora parecian surcadas por profundas arrugas, testimonios de incontables experiencias. Venido de las llanuras de oriente, sólo sabemos eso.
La nación no atravesaba un buen momento. La guerra, la peste y el clima no les había sido propicios, y muchos murieron por estas causas. Además, sufrian por las incursiones de los canívales vecinos que entraban con la velocidad de un rayo, asestaban golpes fatales a los desprevenidos pobladores, y se los llevaban como alimento. Lo único que crecía en cantidad era el precioso algodón con el que las mujeres elaboraban hermosas mantas que después intercambiaban por alimentos en las comarcas vecinas. El anciano peliblanco se acercó a un grupo de mujeres que estaban dedicadas a su labor artesanal, y les dijo: “Yo sé hacer unas mantas más hermosas que las de ustedes”. Ellas se rieron. Nadie hacía mantas más hermosas que ellas. Con tranquilidad, nuestro forastero agregó: “Y más rápido. Si me lo permiten, les muestro”. Volvieron a reír, pero aceptaron. “Dejemos que el anciano que delira se estrelle con la realidad”. Tomó unos pocos palos que habían tirados por la tierra, unos pocos hilos de cabuya de fique y entró al bohío que le señalaron. Para ese entonces. Todo el pueblo supo de la presencia del anciano y su reto. Se fueron congregando alrededor del bohío donde éste permanecía casi en silencio. Nadie podía ver lo que estaba haciendo. Se pensó que estaba dormido, o muerto. Las diez artesanas, porque eran muchas, continuaron tejiendo una hermosa manta multicolor suficiente para rodear tres veces la más gorda. Esa suntuosa manta seguramente estaria en posesión de una princesa o algunas de las esposas del rey. Cuando la terminaron, la más creída de todas gritó: “Qué hubo viejito, ya nosotros terminamos la nuestra”. Tardaron sólo entre el mediodía y el caer de la tarde para confeccionarla. Nuestro héroe salió del bohío bostezando. Evidentemente, lo habían despertado de su siesta. Todo el pueblo se rió. Evidentemente, el viejo peliblanco era puro tilín tilín, y nada de paletas. “Por qué se ríen de mí?”, preguntó. A lo que le respondieron: “No que eras capaz de vencernos en nuestro oficio?”. “Ahhh, casi se me olvidaba, la competencia….”, dijo. “Se me olvidaba la competencia.” dijeron en coro, en tono burlón. No habían terminado de decirlo cuando el anciano sacó del bohío la más hermosa manta jamás vista por ninguno. De gran tamaño, delgada y brillante, con estampados de colores con figuras geométricas que cuadraban a la perfección. Atónito quedó el pueblo. Él sólo había hecho una manta mucho más hermosa y en menor tiempo que las diez artesanas. Además, la perfección de la ejecución no tenía comparación. El patrón era perfecto. Invitaron al anciano a comer, y le preguntaron quién era, cómo lo había hecho, entre otras cosas. Mi nombre no es importante, lo hice con un truco especial que les quiero enseñar. Al otro día, entraron al bohío y les mostró un telar. Les explicó cómo se construía, y cómo con su uso todo se volvía más fácil. Las artesanas fueron las primeras en comprender los alcances de lo que les había enseñado. Con este truco podían hacer diez veces más mantas en el mismo tiempo, y sus mantas eran apetecidas por los vecinos, que gustosos les daban oro, esmeraldas y alimentos por ellas.
El peliblanco permaneció algunos días en el pueblo, pero fue invitado por el gran rey, a la ciudad de la Luna. Fue allí, y en esta oportunidad no sólo les enseñó su técnica de tejido, sino que les explicó la importancia del respeto por los demás y el orden representado por la autoridad. Hasta el rey le hubiera dado gustoso su lugar en la sociedad, pero el anciano no deseaba títulos ni riquezas. Una mañana cualquiera se dieron cuenta que desapareció, sin dejar rastro. Un tiempo después se supo que un hombre mayor con características idénticas a nuestro héroe había llegado a los pueblos del norte, llegando a la ciudad del Sol. Allí también les enseñó a tejer y su peculiar doctrina social de respeto a la autoridad, en este caso el rey del pueblo del Sol. Al igual que en el reino de la Luna, el anciano no quizo ninguna distinción especial. Sólo quería ayudar a todo aquel que se le atravesara. Continuó su peregrinación hasta los confines del altiplano donde desapareció, dejando como único recuerdo una huella en una roca. Desde entonces, los pueblos del Sol y de la Luna se sienten unidos por una tradición común, no basada en conquistas guerreras, sino en el lazo común que forjó un anciano peliblanco muy especial.